26 sept 2007








Sin medallas




En la mañana suena el despertador. Julio se levanta como hace todos los días salvo que éste está solo. No tiene a quien darle un beso, a quien acariciarle la cola o a quien molestar con sus pequeños ruidos para no sentirse solo.
En la cocina, toda sucia, hay una taza donde siempre toma el café. Nunca la lava, sólo la enjuaga y la vuelve a usar. Prende la garrafa, pone agua en la caldera y la calienta. Hasta hervir la deja, le gusta tomar el café instantáneo bien caliente. Por supuesto que lo bate bien para que tenga un poco de espuma. Ese sabor que le queda en los labios cuando lo toma le encanta. Para él no es lo mismo sin espuma, “es más soso”. Abre las ventanas del living. Mira hacia fuera. Un día nublado, casi por llover.
Los árboles del frente están descuidados al igual que el pasto. Le gusta el jardín pero no tiene los implementos para tenerlo bien cuidado. Igual si los tuviera no cree que lo arreglaría seguido. Le gusta eso de vivir en una casa que está tapada por la vegetación. Siempre quiso tener una cerca que no les permitiera a las personas de la calle ver hacia el frente y de esta forma logra un poco de privacidad, algunos rincones donde nadie lo ve. Es tímido el hombre. Cuando lo miran de alguna forma se apodera de él un actor que interpreta cualquier tipo de papeles.
Lo han catalogado de loco, de esquizofrénico, de exhibicionista, de zafado. Se siente un poco desprotegido cuando lo miran. Por su timidez no puede mostrarse tal cual es e inventa papeles, hace teatro para las espectadoras o los espectadores. “Ya es algo casi normal”. Aunque le gustaría que no fuera así pero no puede dejar de hacerlo. Son pocas las veces que está en su mundo y no advierte las miradas o si las advierte las aprovecha para afianzarse mejor.
Se acerca a la radio. La prende en un volumen bajo. Se sienta al lado para escuchar. Mirando hacia el dormitorio ve que no hay nadie. Sube el volumen de la radio. Se levanta y empieza a caminar por la casa. Primero pasa por la cocina y piensa que algún día tendría que ordenarla pero enseguida reacciona que hoy no es el día. Pasa por el baño y ve el montón de ropa acumulada. La levanta, la huele. La vuelve a tirar al piso. Mira por la ventana y reacciona que no es un buen día para colgar ropa. Pasa por el cuarto. Abre la ventana. Se acuesta. Se tapa con las sábanas. Da una vuelta, después otra, trata de dormirse pero ya está despabilado. Se levanta y vuelve a dar otra vuelta. Ya conoce la casa de memoria. Siempre igual. “Los muebles en el mismo sitio”. Los sillones o la cama o la televisión. Abrumado por la cotidianeidad. Abre todas las ventanas. Cambia los sillones de lugar, los acomoda para poder ver la tele. Acomoda el cuarto, lo barre, le pasa un trapo, ordena la ropa y la montaña del baño se agranda.
Suena el teléfono. Una voz un poco lastimosa le dice al otro lado que ya es hora de que encare. Que no puede estar siempre muerto en vida. Corta y se precipita a fumar un cigarro. Un tabaco que con todo amor y dedicación arma para sí. Para satisfacerse con sus propias creaciones. Con las pocas que le quedan al alcance.
Vuelve a sonar el teléfono donde le piden que no se acerque más a ella. Vuelve a colgar. Unos minutos más tarde los pensamientos lo encolerizan. Pierde el control y deambula como perro que quiere salir, pero las miradas lo pueden estar esperando. “Qué lástima, otro día encerrado”. En la tele no hay nada de su agrado. Igual se trata de entretener con esos programas de chismes. De última hablan de la vida de alguna persona famosa. De alguien importante, de alguien que por diferentes motivos debe de tener varias llamadas al día en las que lo piensan como una persona importante. Cree que eso es vida. Que alguien se preocupe. Que se interesen. Que lo tengan en cuenta. Que lo idolatren. Siempre desde su adolescencia era buscado por mucha gente pero al pasar el tiempo y por sus vergüenzas y malos tratos ya no le queda nadie así. Que le va a hacer. Sólo le queda acostumbrarse a lo que ha construido. Ese solitario calmado que de vez en cuando pierde la paciencia y se convierte en todo lo que odia. En todo lo glamoroso que se puede ser para una persona desconocida.
No le queda nada, nada salvo la respiración y hace varios días que viene pensando que estaría mejor sin ella. Vuelve a sonar el teléfono y le pregunta cómo se encuentra. Responde que bien y vuelve a cortar. No cree que haya un verdadero interés en esa persona sino tan sólo una preocupación, una ayuda que tanto necesita pero se niega a aceptar. Que más puede hacer. No quiere dar lástima. En un tiempo la dio y mucha y eso no lo llevó a nada. Tan sólo a que le cerraran las puertas. A que terminaran las llamadas. A ser un infeliz sin futuro. En un año o dos mató todas las esperanzas que podría tener en las personas. En sus amigos, en sus conocidos, en sus compañeros, en su familia, en su entorno, en las mujeres. Todos se excusaban, daban explicaciones y agachaban la cabeza. Nadie lo creía capaz. Dejó de creer en la autocompasión y “aunque estuviera con la cuerda al cuello no diría ni hay y menos gritaría”. Una vida donde hubo tanta gente y ahora no hay nadie. En su forma de ver ya no es una vida. Es una soledad. Soledad pura y sincera. Buscada por él tal vez. Ayudado por sus auto-reproches y por los golpes recibidos.
Saca de un cajón y mira la foto de la mujer que lo está llamando hace rato. Qué mujer piensa. “Que mujer tan idiota cómo para preocuparse por mí. Yo ya no tengo remedio. Perdí mi oportunidad, mi turno, ya estoy perdido y soy un viejo. No queda espacio para mí en este mundo. Es más, no tengo ningún espacio salvo estas paredes que me contienen y me encierran”.
Vuelve a sonar el teléfono y esa voz dulce vuelve a hablar. Esta vez le reclama no haber tenido su propia vida y haber vivido de prestado. Vuelve a colgar. No hay nada nuevo que le pueda decir esa voz que poco lo conoce. Entiende que él hizo todo para que lo entendiera. Pero nadie entiende los dolores profundos si no los sufrió. “Todo el dolor resumido en palabras es tan sólo eso, un monólogo sufrido. Más cuando se cuenta encorvado de hombros”. Y que más, que más que un soplido de aliento. “Si pudiera alcanzar”.
A veces piensa que aunque un huracán de aliento lo azote seguiría en la misma postura. Igual mantiene sus singulares luchas. Igual mantiene su poca dignidad. No ruega, no suplica. Tan sólo cae y cuanto más caiga, mejor. “No hay nadie a quien le importe”. Ni siquiera a él. Alguien podría pensar que el mundo tiene cosas buenas para dar y puede tener algo de cierto. Pero la sociedad no. Cuando alguien está fuera de ser un ser activo en la sociedad no le queda más nada que quedar afuera, que estar marginado. No puede comprarse comida. No puede comprar las nuevas tecnologías necesarias. Y cuando alguien como Julio que su fuerte está en utilizar las tecnologías, es tan sólo dejarlo afuera. Como mostrarle un chocolatín a un niño y después dejárselo arriba de una montaña empinada. De que mundo le podemos hablar a Julio, de que salvación, de que actividad, de que sentimentalismo. Si no puede integrarse, si sólo puede llorar, si la soledad lo rodea.
El teléfono vuelve a sonar. La voz le dice que la deje hablar, que tiene mucho para decir. Vuelve a cortar. A él no le alcanza sólo una voz, una voz efímera que aparece un rato y desaparece. No es algo lo bastante fuerte cómo para darle una razón de vida. “No importa lo que vaya a decir”. La mayoría de las cosas van a ser reproches, achaques, multas, órdenes. Que va a esperar de alguien a quien él apostó su vida. De alguien a quien él intentó robarle su vida. De alguien a quien él quiso hacerla el centro. “Nadie quiere tener un perdedor respirando en la nuca”. Es agobiante hasta para la más tierna monja. En este momento le gustaría tomar algo más que un poco de agua.
Sale, va la verdulería, que está a dos cuadras de la casa. Está lloviendo un poco. Las calles están mojadas y con bastantes charcos. Ni siquiera se abriga. Tan sólo sale como está. De pijama. Si se enferma mejor, no tendrá que molestarse por estar tanto tiempo en la cama. Con los 5 pesos que tiene compra un limón. La anciana sorda como siempre pero simpática lo mira desconcertada. Él grita y logra obtener su limón, hasta le dan vuelto. De vuelta en su casa se prepara una limonada con el poco azúcar que le queda. Se siente un poco mejor con el nuevo orden de la casa. Va a pasar un tiempo antes de que se aburra de la nueva diagramación.
Vuelve a sonar el teléfono.
Es tiempo que dejemos de vernos, Está bien.









Comodidad



Pedro, mesurado, siempre atento a las reglas y al funcionamiento de las cosas.
Hasta hace poco no tenía trabajo. Y por esas casualidades, de trepar dentro de los medios, logró un trabajo en un canal privado. Es conductor. De radio y ahora de televisión.
Cuando el momento en que todo quema se desbunda. Desde chico.
En su trabajo, como conductor de tele, resalta tanto hasta conocer a la familia de los capitalistas. Lo tienen como un buen chico.
La encrucijada se dio en vacaciones.

En Punta del Este se instala en un buen hotel. Desde donde sigue manteniendo contacto con el canal.
El glamour es de las fiestas y desfiles. Las personalidades se entretienen. Se divierten. Cojen. Se desbundan.

Algunas tardes las ocupa durmiendo, mirando cable.

La noche de tormenta, en una fiesta lujosa, le comentan de oídas que su programa se va a levantar.

Se lo confirman

“Otra vez quedarme sin guita, peludiar hasta la próxima zafra. La puta que los parió”

Camina quien sabe hacia donde.

En la tarde, el este no lo motiva. Vuelve cabeza gacha hacia el oeste. Haciendo dedo. La gente que lo reconoce en las rutas le da una mano. Lo arriman a un lado y después a otro.

En los autos se apoya, tira mierda para un lado, para el otro. Más liviano queda en Punta Colorada. A esa hora de la noche no hay ómnibus. No le queda más que caminar.

Disfrutando el paisaje de rocas, de agua, de olas, de lindas casas; camina descansado.
Su destino “Pirlápolis”. En busca de regreso al este.
Vagabundo tierno sin rumbo dicen desde algunas ventanas. Otras piensan que querrá robar algo.
En San Francisco, después de unos 4 o 5 kilómetros una moto se acerca desde atrás.

Escucha su motor rugir, enlenteser sus cilindros. Sin nada más que la ropa piensa que sólo podrían dejarlo desnudo. Ya dispuesto a pasar frío se resigna a mirar de reojo.
Una moto cross blanca frena detrás de él.
Se da vuelta. Un hombre de campera y guantes.
En la oscuridad logra detectar el color azul, el uniforme.
Resopla aliviado.

Que haces por esta zona?, Voy hacia Pirlápolis, No tenés transporte?, No vengo desde Punta, Caminando?, Un poco a dedo y otro poco caminando, Documentos.
El oficial prende la luz.
Vos no estabas en un programa…, Sí, usted conoce a la familia ………, Sí, Son todos amigos míos, Como se llama la hija?, ……….., Y el hijo?, ………, Si querés te llevo hasta Pirlápolis, Por supuesto eso sería bárbaro para mí.